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Desconfiemos de quien hable en nombre de las “fuerzas del cielo”
Pese a la profusión de memes y chistes, el desequilibrio emocional de quien encabeza el Poder Ejecutivo Nacional no puede generar más que preocupación. Javier Milei sigue dejando salir a la luz sus delirios místicos y sus caprichosas creencias (milenaristas o “austríacas”, tanto da) y el repaso atento a sus manifestaciones (a las que resulta liviano calificar de exabruptos por su frecuencia, contenido y habitualidad) hace cada vez más sombrío el futuro inmediato de la Argentina.
Curiosidades18/02/2024 Perfil¿Cuánto impactará en la cultura política del país tener un Jefe de Estado de esas características, en una sociedad que, con todos sus problemas, se precia de ser plural, democrática y diversa?
Primero fueron las expresiones respecto de “las fuerzas del cielo”, después sus vínculos con sectores de la ortodoxia judía –que en realidad, tienen poca incidencia en la amplia y difusa comunidad judía argentina, mucho más laica y ajena a dogmas que esos sectores minúsculos, que sin embargo, parecen tener fuerte predicamento en algunas de las personas más poderosas de la Argentina. Ya en funciones como Presidente de la Nación, llegó el momento de una narración que también tiene raíz religiosa, la de “un esfuerzo ahora para mañana ser felices”, a la que incluso el mandatario le puso curiosos plazos: quince años para los primeros resultados, cuarenta y cinco para que la Argentina vuelva a ser la potencia que (según esa misma narración) alguna vez fue.
Esa fábula es muy vieja. La escuchamos tantas veces que ya es difícil saber quién la dijo primero. Pero no solo en la Argentina.
Primero hay que saber sufrir. ¿Cuánto hace que se presentó a la sociedad argentina por primera vez, ese discurso que postula, como en el hermoso tango de los hermanos Homero y Virgilio Expósito: “Primero hay que saber sufrir”?
A fines de los años 50, el ingeniero Álvaro Alsogaray acuñó la expresión “Hay que pasar el invierno”. El discurso que hizo célebre la frase fue pronunciado por el entonces ministro de Economía de Arturo Frondizi a mediados de 1959. Pasaron casi sesenta y cinco años, pero parece escrito ayer: “Lamentablemente, nuestro punto de partida es muy bajo. Muchos años de desatino y errores nos han conducido a una situación muy crítica. Es muy difícil que este mes puedan pagarse a tiempo los sueldos de la administración pública. […]. Todavía seguiremos por algún tiempo la pendiente descendiente que recorremos desde hace ya más de diez años. […]. Las medidas en curso permiten que podamos hoy lanzar una nueva fórmula: ‘Hay que pasar el invierno’.”
Más cerca en el tiempo, el presidente Carlos Menem lo dijo a su modo: “Estamos mal, pero vamos bien”. La lanzó en los primeros meses de su primer gobierno, cuando la hiperinflación hacía estragos y todavía no había llegado Domingo Cavallo a dolarizar de hecho con su convertibilidad.
Mucho antes, en 1875, el presidente Nicolás Avellaneda impulsó un plan de ajuste que implicó echar a miles de empleados públicos y reducir sueldos. En discurso muy citado en las discusiones historiográficas, Avellaneda sostuvo: “Hay dos millones de argentinos que economizarán hasta sobre su hambre y su sed, para responder en una situación suprema a los compromisos de nuestra fe pública en los mercados extranjeros”. La deuda externa era la prioridad. Cualquier parecido con los momentos actuales no es mera casualidad.
Seguramente muchas personas han visto el fragmento de un monólogo de Tato Bores que anda dando vueltas, donde el gran humorista argentino (y judío) desplegaba ese argumento con la ironía de los textos de Santiago Varela, su principal guionista.
Antigua leyenda. Tato Bores tenía razón en cuanto a la longevidad del cuentito. Pero en verdad esa narración justificatoria de los sacrificios a aceptar de parte de los sectores subalternos de una sociedad es, notoriamente, muchos siglos más antigua. De hecho, en la raíz de muchos pensamientos religiosos tradicionales, entre ellos a los que adscribe Milei –que ahora se define como un católico que también practica “un poco” el judaísmo (sic)– aparece esa misma idea: en el cristianismo en particular, el valle lacrimarum, “el valle de lágrimas” que debemos atravesar hasta llegar al “Reino de Dios”, a ese mundo libre definitivamente de dolor, de carencias, de padecimientos de cualquier tipo.
La expresión, que tuvo enorme difusión y uso –la utiliza Marx en su célebre fragmento sobre la crítica de la religión y “el opio del pueblo”, tan vapuleado como poco comprendido– apareció por primera vez en el salmo 83, versículos 6-7 de la Vulgata, es decir la traducción latina de la Biblia atribuida a San Jerónimo, realizada hace 1642 años. Allí se lee “Beatus vir cujus est auxilium abs te: ascensiones in corde suo disposuit, in valle lacrimarum, in loco quem posuit”. La versión de Reina Valera la ubica en otro salmo (84:5-6) y la traduce de este modo: “Bienaventurado el hombre que tiene en ti sus fuerzas, en cuyo corazón están tus caminos, atravesando el valle de lágrimas lo cambiarán en lugar de fuentes...”. Para la doctrina cristiana, ese “valle de lágrimas” se deja atrás cuando se abandona el mundo de los mortales y se entra en el Cielo. No antes. Hay que morir primero.
En el Oriente, revelando quizás un origen tan amplio como disperso, no era distinto: en la India, por ejemplo, resignarse al sufrimiento en esta vida, por horrible e injusta que fuera, permitía escapar (supuestamente) de una próxima reencarnación que fuera todavía peor. Contra esas creencias impuestas, que sostenían el sistema de castas de la India (castas: ¿les suena?) surgió el budismo.
En todo caso lo importante es que también allí, como en los otros casos conocidos, para entrar al Reino de Dios o a una nueva vida, primero hay que morirse. Es bueno recordarlo.
Milei, Moisés y el desierto. El presidente Milei, en su delirio místico, a veces se compara con Moisés. Aunque vale aclarar que en alguna entrevista dijo que la figura de Moisés, en realidad, la encarna su hermana Karina, y él es “apenas” Aarón, quien oficiaba de vocero de Moisés (o su “divulgador”, como dice el mismísimo Milei en un diálogo con la conductora Viviana Canosa).
Casi nada, la dupla: Moisés es el profeta más importante para los textos sagrados de la religión judía, es el libertador del pueblo hebreo (esclavizado en Egipto, según la leyenda) y a quien el mismísimo Jehová le entregara la ley escrita que regiría de allí en más la vida del pueblo hebreo. Aarón por su parte, es el hermano mayor de Moisés, primer sumo sacerdote de Israel y vocero de Moisés, quien por su tartamudez no podía dirigirse a sus liderados. (No está de más enfatizar, en este punto, que se trata de leyendas: tanto las personas de Moisés y Aarón, como el relato de la esclavitud y el éxodo de Egipto son actualmente considerados invenciones míticas, sin sustento documental alguno. Tan legendario y tan mítico como Rómulo y Remo, el cisne de Leda o cualquiera de las narraciones fantásticas con las que se alimentan tradiciones religiosas y culturales de pueblos de todo el mundo. Por desgracia, todavía se les enseñan como verdades a niños y niñas que crecen creyendo que se trata de hechos históricos. ¿No va siendo hora de retomar el programa que impulsaban Alejo Peyret y sus colegas a fines del siglo XIX, cuando enseñaban historia de las religiones tanto en el Colegio Nacional de Buenos Aires como en el Colegio Nacional del Uruguay fundado por Urquiza? Cada vez más aparece como una necesidad imperiosa ante los tiempos que corren).
El video que registra el momento en que Milei cuenta que Moisés es su hermana impresiona a quien lo ve: el ahora mandatario llora cuando lo dice. Y uno no puede dejar de pensar cómo fue posible que ganara la elección alguien que tiene no solo esa fantasía delirante, sino semejante desequilibrio emocional. Sí, lo otro era espantoso: el resto de la oferta político-electoral debería revisar qué hizo en estos cuarenta años para que el “demos” prefiriera ese salto al vacío, antes que votarlos a ellos. Sería quizás un buen aporte para el futuro de nuestra democracia.
Las promesas de Moisés. Moisés también les prometió a los judíos una vida maravillosa en la Tierra Prometida, según narra la leyenda que cualquiera puede leer en la Biblia, en los libros del Pentateuco: los sacó de Egipto, los llevó por el desierto, ahí los tuvo cuarenta años, en el medio se enojó con ellos varias veces (una fue en el episodio del Becerro de Oro, del que insólitamente se apropió días atrás, desde Israel, el presidente Milei), y cuando por fin llegaron los sobrevivientes y sus hijos, como si el sufrimiento anterior hubiera sido insuficiente, les hizo masacrar a todos los que vivían allí. (¡Ah, sí!, porque resulta que la Tierra Prometida nunca, pero nunca, está deshabitada. Siempre hay que joder a alguien).
Cito un pasaje de la Biblia: “Tomamos entonces todas sus ciudades, y destruimos todas las ciudades, hombres, mujeres y niños; no dejamos ninguno. Solamente tomamos para nosotros los ganados, y los despojos de las ciudades que habíamos tomado. Desde Aroer hasta Galaad, no hubo ciudad que escapase de nosotros; todas las entregó Jehová nuestro Dios en nuestro poder” (Números, 21:34-37). Al parecer no solo hay que sufrir: también hay que hacer sufrir a otras personas, incluida la gurisada. Muy piadoso el mensaje “sagrado”...
Por desgracia, el fanatismo de quienes de verdad se creen “predestinados” lleva a que pasajes bíblicos como el anterior sean utilizados hasta el día de hoy. Uno muy similar, el de Amalek, es citado con frecuencia (cada vez mayor) por la dirigencia israelí. A tal punto que formó parte del alegato de Sudáfrica en la Corte Internacional de Justicia en la denuncia sobre el riesgo de genocidio en Gaza, donde uno de los abogados dedicó largo rato a mostrar el uso que tras los crímenes cometidos por Hamas hicieron varios miembros del gobierno de Israel, incluido el premier Netanyahu, de un pasaje del libro de Samuel (15:3) relativo a la conquista de la tierra llamada prometida, muy similar al que cité: “Ve, pues, y ataca a Amalek, y destruye todo lo que tiene y no te apiades de él; mata a hombres y a mujeres, a niños y aún los de pecho, y vacas y ovejas, camellos y asnos”.
Podría agregarse, en consecuencia, que treinta y cinco siglos después, ese dios psicópata y asesino de masas llamado Jehová en el que creían los antiguos, con sus promesas incumplidas, todavía hace a su supuesto “pueblo elegido” masacrar o condenar a una vida miserable a otras personas y comunidades a las que, con otro nombre, también les hizo creer que esa era “su” Tierra Prometida. Y no sigo con este tema porque es probable que algunos de mis propios paisanos me acusen de antijudaísmo o antisionismo o algo por el estilo. A quien le interese el tema, invito a leer la nota que escribí al respecto: “Un conflicto que no tiene arreglo”, en PERFIL del 27 de enero pasado.
Muros e ironías. Más allá de la genealogía de las leyendas justificatorias del sacrificio ajeno, lo que parece claro es que siempre se “invita” a sufrir a las mismas personas. El mesiánico discursito motivacional, sea de las antiguas dirigencias imperiales o religiosas o de cualquier presidente argentino, aquello de “sufrir ahora para vivir bien algún día”, nunca, jamás, se aplica a los de arriba. Y pese al discurso anticasta, Milei no es la excepción: pide esfuerzos a jubilados, laburantes y hasta a las infancias, pero les reduce los impuestos a ricos y poderosos, como se ha denunciado ampliamente a partir de conocerse el mega-DNU y la ley ómnibus.
Reducir impuestos a los ricos es un dogma de la religión a la que pertenece el Presidente, la llamada Escuela Austríaca, que se presenta como “ciencia” pero está muy lejos de serlo. De hecho, el Presidente y sus ideólogos de cabecera repiten a menudo esquemas conceptuales como el de la llamada “tragedia de los comunes”, ignorando que esa noción, propuesta por Garret Hardin en 1968, fue refutada hace casi dos décadas, nada menos, por la primera mujer que obtuvo el Premio Nobel de Economía, la recordada Elinor Ostrom. Ser economista e ignorar eso es como ser geólogo y seguir postulando la teoría geosinclinal, superada más de medio siglo atrás, o ser antropólogo y abonar todavía la teoría del origen americano de la especie humana alentada por Ameghino.
Algo similar ocurre con la recurrente apelación dogmática que hace Milei al teorema de Arrow, como si se tratara del teorema de Pitágoras. También en este caso omite las numerosas respuestas que ha merecido, entre ellas la del (también Premio Nobel) Amartya Sen, para quien el teorema de Arrow no demuestra la imposibilidad de resolver el conflicto entre preferencias individuales y preferencias sociales, es decir, para nada demuestra que sea imposible hacer elecciones sociales racionales, sino que en realidad, muestra que es imposible hacerlas sobre una reducida base de información. Pero tampoco me extenderé ahora sobre todo esto, que ameritaría una nota acerca de las notables falacias sobre las que se construye el relato del populismo mileísta.
Ironías aparte, es momento de decirlo: conviene desconfiar y precaverse de cualquiera que ocupe cargos políticos y se crea Moisés, de cualquiera que sea jefe de Estado e invoque a “fuerzas del cielo”, y de cualquiera que ocupando espacios institucionales diga que sostiene conversaciones con dioses y otros seres imaginarios. Y eso vale se llamen Milei, Trump, Hamas, Bolsonaro, Maduro, Bukele, el matrimonio Ortega, Netanyahu o Hezbollah (que, dicho sea de paso, significa “Partido de Dios”).
*Periodista y filósofo. Integra la cooperativa de periodistas El Miércoles Comunicación y Cultura, en Entre Ríos, y forma parte del Grupo de Ética Ambiental de la Sadaf (Sociedad Argentina de Análisis Filosófico).
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